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martes, 15 de marzo de 2011

Homilía en la misa de 40 días de
don Samuel Ruiz García

Hoy hace cuarenta días, en la ciudad de México, nació para la vida eterna el obispo emérito de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz García, a quien le llamábamos sencillamente «dom Samuel». Murió un día antes de cumplir 51 años de ordenación episcopal.

Cada quien puede decir quién era y qué significaba para cada uno la larga y fecunda vida de dom Samuel. Personalmente, para mí fue un amigo, un hermano, un pastor al que podía pedir consejo; un obispo, que como los grandes Obispos de la Iglesia, fue padre y madre para los refugiados guatemaltecos que salieron forzadamente de nuestra tierra hacia México, especialmente de los departamentos de Quiché y Huehuetenango, huyendo de la persecución para salvar su vida en tierras mexicanas, donde encontraron a un verdadero protector en el Obispo de la extensa diócesis de San Cristóbal de las Casas.

Si es cierto el adagio castellano: “quien a tus hijos besa, tu boca endulza”, ¿qué podría decir yo si al ordenarme obispo de Quiché el Papa Juan Pablo II me encomendó encarecidamente el cuidado a esta población refugiada en México, y comprobar la dedicación que para ellos prodigaba dom Samuel? ¿Qué pordría decir yo del Obispo que cuidó con amor entrañable de estos hermanos y hermanas, preocupándose de que no les faltara no sólo el alimento de cada día y la compañía de agentes de pastoral, sino también el pan de la Palabra de Dios y la Eucaristía y el consuelo de la esperanza de regresar algún día a la patria?

Entre dom Samuel y los refugiados en México se fueron tejiendo hilos muy finos de amistad, solidaridad, discernimiento de los acontecimientos históricos que se vivían en esos momentos, de apoyo en las dificultades, de seguridad al poder contar con un Obispo que estaba al lado de los pobres y acompañaba a los que sufrían tantas penalidades en el exilio, lejos de su tierra, de su casa, de sus pocas pertenencias.

Los guatemaltecos refugiados en México fueron poco a poco descubriendo en la persona de dom Samuel al obispo que los comprendía más profundamente que cualquier político o funcionario, porque él contemplaba en ellos su dignidad humana, sus valores como pueblos originarios, la dura realidad de su situación, los múltiples atropellos sufridos en sus propias comunidades en Guatemala, a manos de diversos cuerpos de los aparatos de seguridad del Estado, sobre todo del ejército, perseguidos por su fe, por ser catequistas o animadores de la fe, por pertenecer a la Iglesia católica.

Esta es la primera razón por la cual dom Samuel es parte de mi vida, y fue parte de la iglesia que peregrina en Quiché, y Guatemala tiene tantos motivos para agradecer su ministerio pastoral. Él y yo fuimos obispos en una misma región, donde sólo la frontera nos separaba, y vimos con nuestros propios ojos cómo fueron tratadas las comunidades del Ixcán y de otros pueblos fronterizos. Nos unió el dolor del pueblo, en el que Dios mismo sufría. Contemplar aquella realidad tan desgarradora, era como el viernes Santo de un pueblo caído por tierra, que reproducía al vivo los sufrimientos de Jesús crucificado. Dom Samuel fue muy consciente de todo esto. Por esta razón, me alegró que el día en que la Conferencia Episcopal de Guatemala fue informada de su muerte, el presidente de la CEG, Mons. Pablo Vizcaíno Prado envió un mensaje de condolencia a la diócesis de San Cristóbal de las Casas, agradeciendo lo que dom Samuel había hecho a favor de los refugiados guatemaltecos en su diócesis.

En segundo lugar, ¿cómo no iba a sentir profundamente la muerte de aquel hombre que en San Cristóbal de las Casas, fue el inclaudicable defensor de los pueblos originarios de ese país y con su esfuerzo y trabajo en el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) promovió la dignidad de los demás pueblos originarios de América?

En el comunicado de los obispos de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Monseñor Felipe Arizmendi, su actual obispo, y dom Enrique Díaz Díaz, su auxiliar, con ocasión de la muerte de dom Samuel, ofrecen los siguientes datos que no necesitan comentarios: “de 1965 a1973 presidió, en la Conferencia Episcopal de México la Comisión para indígenas, infundiendo un espíritu renovador a la pastoral indígena”.

Y añaden otros dos hechos de gran relevancia histórica, de los que hoy vemos los frutos: “En 1970 convocó y presidió el Encuentro de «Xicotepec», que dio un giro a la pastoral indígena. La cual ya no debe ser una pastoral indigenista, en la que los indígenas son sólo objeto o destinatarios de la evangelización y de la pastoral, sino que ellos crezcan y sean sujetos en la Iglesia y en la sociedad”. El segundo hecho fue la publicicaión en 1993 de la Carta Pastoral: «En esta Hora de Gracia», en la que se advertía la gravedad de las injusticias contra los indígenas” en México.

Es muy revelador para nosotros lo que escriben los obispos mencionados sobre el legado que nos deja dom Samuel. Mas para entenderlo mejor tenemos que tomar en cuenta dos acontecimientos de enorme significado para su ministerio episcopal: recién nombrado obispo, su participación en todas las sesiones del Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965) y su participación y protagonismo en la Segunda Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en Medellín, en 1968. Momentos que marcaron la Iglesia universal y la latinoamericana de manera singular. Algún tiempo después fue elegido Presidente del Departamento de Misiones del CELAM, al que correspondía la pastoral indígena. Una responsabilidad en la que puso alma, vida y corazón.

Oigamos el legado de dom Samuel:

1. La promoción integral de los indígenas, para que sean sujetos en la Iglesia y en la sociedad.
2. La opción preferencial por los pobres y la liberación de los oprimidos, como signos del Reino de Dios.
3. La libertad de la Iglesia, para denunciar las injusticias ante cualquier poder arbitrario.
4. La defensa de los derechos humanos.
5. La inserción pastoral en la realidad social y en la historia de los pueblos.
6. La inculturación de la Iglesia, promoviendo lo exigido por el Concilio Vaticano II, que haya iglesias autóctonas, encarnadas en las diferentes culturas, indígenas y mestizas.
7. La promoción de la dignidad de la mujer y de su corresponsabilidad en la Iglesia y en la sociedad.
8. Una Iglesia abierta al mundo y servidora del pueblo.
9. El ecumenismo no solo con otras confesiones cristianas, sino como diálogo interreligioso con cualquier otra religión.
10. La promoción de una pastoral de conjunto con responsabilidades compartidas.
11. La Teología India, como búsqueda de Dios en las culturas originarias.
12.El Diaconado Permanente, con un proceso específico entre las comunidades indígenas.
13. La reconciliación de las comunidades.
14. La unidad en la diversidad.
15. La comunión afectiva y efectiva con el Sucesor de Pedro y con la Iglesia Universal (III Sínodo, 571).

Es un legado donde podemos contemplar con transparencia al sembrador de paz, al firme seguidor y discípulo de Jesús y al hombre de Dios, que como pastor, experimenta en su corazón el celo por el bien de su Iglesia particular y de las demás del mundo.

“Algo se muere en el alma, cuando un amigo se va”, reza la canción; pero qué alegría se siente al contemplar una vida realizada, plenificada en el amor de Dios, ejemplo elocuente para cuantos hoy nos decimos discípulos de Jesús.

Por eso, vemos que dom Samuel hizo realidad su lema episcopal: “edificar y plantar”. Y como dijo hace un año, al celebrar sus Bodas de Oro, (…) “Damos infinitas gracias por habernos hecho hijos suyos y por habernos llamado como pastor de su Iglesia, para edificar y plantar su Reino de justicia, de amor y de paz”.

Pero este arduo trabajo le costó a dom Samuel incomprensiones, críticas, calumnias, difamaciones, rechazos, orden de aprehensión, amenazas de diversa índole, intentos para eliminarlo físicamente; como dice San Pablo, tuvo que soportar “peligros en la ciudad, en despoblado, en el mar (en la selva). Trabajo y fatiga, a menudo noches sin dormir, hambre y sed… A todo esto hay que añadir la preocupación diaria que supone la atención a todas las iglesias” (cf., 2Cor 11, 26-28). Por eso las bienaventuranzas que hemos leído en esta Eucaristía se aplican a él, especialmente las últimas: “Felices ustedes cuando los injurien y los persigan y los calumnien (falsamente) por mi causa. Alégrense y pónganse contentos porque el premio que les espera en el cielo es abundante” (Mt 5, 11).

Hoy, en esta Iglesia catedral de Guatemala, damos gracias a Dios por la vida y el ministerio de «jTatik Samuel» y pedimos también a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que él esté ya gozando de la nueva casa y de la nueva tierra en la que habita la justicia, y cuya felicidad llenará y superará todos los deseos de paz que brotan en los corazones de las personas (GS 39).

Gracias, «jTatik Samuel» por tu entrega generosa a tu pueblo y a nuestros hermanos refugiados. Muchas gracias por tus sacrificios, por tu cercanía y compromiso con los pueblos originarios del Continente Latinoamericano. Desde cualquier lugar, desde cualquier casa por sencilla o humilde que sea, acepta el agradecimiento de hombres, mujeres, jóvenes y niños de los pueblos originarios que recibieron de ti alimento, amor y esperanza. Yo te agradezco el apoyo que diste a la diócesis de Quiché, a su obispo, a su presbiterio, a su pueblo.

Me uno a mi hermano, Felipe Arizmendi, tu sucesor, para decirte: “Que tu ser, tu persona, tu vida, tu trabajo pastoral, sea hoy una ofrenda agradable al Padre Dios, con la gracia del Espíritu, por Cristo”.

“Te ponemos en el altar, junto con Jesucristo, víctima y sacrificio, para que, en Cristo y con Cristo, seas resurrección y esperanza, vida plena para nuestros pueblos, y para que ya nada ni nadie te aparte del amor de Dios manifestado en Cristo. Que El te conserve en su paz eterna”. Amen. (Homilía en la misa exequial)


Catedral de Guatemala, 24 de febrero de 2011.

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